Cuando por primera vez tuve entre mis manos El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes de Tatiana Tîbuleac en la librería madrileña donde la compré, sentí una enorme curiosidad por leerla, por lo que apenas pude me aboqué a ello. Debo decir que es de una crudeza impactante y al mismo tiempo de una nobleza extraordinaria. Un texto que no deja indiferente a nadie.

A pesar de ocurrir con alguna frecuencia, el desamor entre padres e hijos es una realidad que pocas veces se encuentra como tema central de una novela; sin embargo, Tîbuleac, logra abordarlo con excepcional destreza literaria para no espantar al lector en las primeras páginas, por el contrario lo engancha al ovillo de la trama, que se va desenredando a medida que leemos y descubrimos que el perdón es útil y necesario para desmontar el dolor enquistado que podemos dejar en los hijos.

El protagonista es Aleksy, un joven adolescente quien ha estado ingresado en una institución especial por presentar trastornos psicológicos. Merece la pena detenerse en este aspecto. Escribir una novela desde la perspectiva de un adolescente es difícil, y con estas características, más complicado aún. Por otra parte, hay momentos en que los adultos no sopesamos el daño que le causamos a los hijos al manejar de manera inadecuada nuestros propios conflictos; hay actitudes que, aunque inconscientes, pueden llevar a un maltrato infantil no deseado.  Siendo aún un niño, Aleksy pierde a su hermana Mika, un suceso devastador, no solo para él, también para su madre quien, durante meses, sumergida en su dolor, lo rechaza; una crueldad con un hijo, con un niño que ha perdido a su hermana.  De adolescente, Aleksy odia a una madre que es considerada fea, atolondrada. El padre, es un déspota que lo desprecia desde niño, llegando incluso a utilizar frases y acciones durísimas contra él. Ante esta situación surge el planteamiento de si los problemas psicológicos de los hijos no son más que la consecuencia de los trastornos de los padres.

El ocaso de la vida de la madre de Aleksy es la oportunidad para reconquistar a un hijo que, a pesar de las desavenencias, siempre ha amado, y que él, en el transcurrir de aquel verano que pasan en Francia descubrirá el amor que siente por su madre. En medio de la crudeza que describe, estas escenas de aproximación paulatina entre ambos personajes están cargadas de ternura y es lo que permite edulcorar lo duro del tema central.

Aleksy encuentra en la pintura una forma de canalizar el dolor por la pérdida de su madre. La pintura, así como la literatura y la música, son la catarsis de pintores, escritores y músicos.

El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes, nos muestra que nunca es tarde para reencontrarnos con los seres queridos, para pedir perdón y mucho menos para rescatar el amor de los hijos. Nunca es tarde para dejar una huella sanadora; como lo escribe la propia autora: “…pero los recuerdos, como todas las cosas buenas, son caros. Y nosotros – ella con mi padre, y yo – fuimos siempre unos tacaños y preferimos siempre invertir en nosotros mismos antes que en recuerdos”.

Categorías: Reseñas

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